Un tronco seco ablandado por dos almohadones nos invita. Y buscamos. Podemos seguir el trazo de las ramas bajo el cielo. El sol construye su propio laberinto tras el filtro de las hojas. Si suena, el chistido seco de un colibrí nos habrá puesto cerca de la posibilidad de otro recorrido. Este vagabundeo con la imaginación elegirá hacer pie en las hojas, en las alas, en la luz. O puede detener su mirada en el gatito que dedica ingentes esfuerzos a perseguir su propia cola.

Que el gato encuentre su rabito y lo muerda es tan inmediato como la sorpresa dolida con la que se suelta. Pero pocos segundos después olvida o juega a que olvida y vuelve a correr tras de sí. Nosotros pasaremos los días en la misma ronda de encuentros de luz, mordidas de ramas y colibríes de olvido.

Quizás aquí, Bajo la rosa china, experimentemos algo de ello.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Un poema de Ángel González

Ángel González

EVOCACIÓN SEGUNDA 

a Manuel Lombardero 

Recuerdo a los indianos 
de mi infancia. 
Eran buenas personas, nos decían. 
Donaban fuentes públicas 
y grupos escolares a los pueblos 
de donde 
el hambre 
los había expulsado cuando niños 
de su débil reducto nutritivo, 
defendidos 
de la tuberculosis 
sólo por el maíz y las patatas. 
Regalaban también brillantes cálices 
de oro a las iglesias, 
coronas refulgentes a las vírgenes 
de madera, y valiosas monedas 
a las vírgenes otras: las de carne 
--en cuya piel se demostraba cómo, 
contra lo que pudiera suponerse, 
hay cosas que mejora 
la dieta anteriormente reseñada--. 
Exhibían el oro en su sonrisa 
(irresistible cuanto más dorada) 
y se morían casi siempre pronto, 
viejos joviales de adorable prótesis 
y desastrosa próstata 
/ --la sífilis 
no era asunto sencillo en aquel tiempo. 

Venían generalmente de La Habana. 

Yo ignoraba, en los años 
lejanos que hoy evoco, 
los más elementales rudimentos 
de Economía Política, 
y no estaba a mi alcance, por lo tanto, 
comprender los efectos y las causas 
de aquella, en cualquier caso, generosa 
conducta: hasta qué punto 
tantas escuelas, fuentes y campanas, 
todos esos molares e incisivos 
de veintidós quilates, 
tanta virgen, 
oscurecían, lejos, 
aquel paisaje opuesto de palmeras y cañas 
de donde procedían, 
secaban 
en un lugar distante lo que reverdecían 
en esta tierra nuestra, eran 
aquí rumor y más allá silencio, 
llanto remoto, muerte desterrada. 

No obstante la ignorancia referida, 
aquel infantil yo ahora evocado 
ya entonces admiraba especialmente 
a los que regresaban desprovistos 
de todo resplandor: 
los que traían 
únicamente un resto de fatiga 
entre las manos, 
un equipaje sólo de nostalgia, 
un patrimonio inútil de recuerdos 
y el brillo del fracaso en la mirada 
iluminando casi 
una sonrisa apenas de tristeza. 

- . - . - 

ÁNGEL GONZÁLEZ. Tratado de urbanismo. Editorial Lumen. Barcelona, 1967 (tercera edición: 1985). Pp. 69-71.

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